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No era “mano dura”, era violencia: los problemas psicológicos que puede provocar maltrato docente.
Durante décadas se disfrazaron prácticas violentas como si fueran parte natural de la educación. Se romantizó la “mano dura”, se justificaron gritos, burlas públicas y humillaciones como herramientas para “formar carácter”, y se repitió la historia absurda de que “a mí también me gritaron y aquí estoy”. Pero quienes trabajamos con conducta sabemos que...
PSICOLOGÍA EDUCATIVA Y PREVENCIÓN
Ruben Urquiza
11/25/20255 min leer


No era “mano dura”, era violencia: los problemas psicológicos que puede provocar el maltrato docente.
Durante décadas se disfrazaron prácticas violentas como si fueran parte natural de la educación. Se romantizó la “mano dura”, se justificaron gritos, burlas públicas y humillaciones como herramientas para “formar carácter”, y se repitió la historia absurda de que “a mí también me gritaron y aquí estoy”.
Pero quienes trabajamos con conducta sabemos que los comportamientos no nacen del aire: se modelan, se refuerzan y se mantienen en función de las consecuencias. Y cuando el aula se convierte en un campo minado, el aprendizaje deja de ser crecimiento y pasa a ser supervivencia. Esta es la parte que nadie se atreve a decir en voz alta.
Cuando el aula deja de enseñar y empieza a romper
La mayoría de personas que llega a consulta por secuelas de maltrato docente no lo dice al inicio. No es evidente. No culpan al colegio ni a un profesor; culpan a su “timidez”, a su “vergüenza”, a su “ansiedad para hablar”. Pero basta analizar sus comportamientos para ver el patrón que se repite una y otra vez.
No preguntan, aunque tengan dudas urgentes.
Evitan mirar a los ojos.
Buscan el último asiento.
Hablan despacio, poco o nada.
Se paralizan frente a la posibilidad mínima de rechazo.
Experimentan olas de ansiedad y miedo anticipatorio con cualquier exposición social.
Y muchas veces cargan con una autoconcepción rígida, frágil y llena de culpa por cosas que jamás fueron responsabilidad de ellos.
Estos no son comportamientos que “simplemente pasan”. No aparecen por magia. Son producto de miles de horas dentro de un entorno donde el error se castigaba, donde la figura docente operaba como fuente de amenaza, y donde la supervivencia emocional se volvía más importante que cualquier aprendizaje académico.
Lo que pasa dentro del aula nunca se queda solo dentro del aula
Las reglas rígidas, las exigencias sin consenso y las actividades que se vuelven invasivas son las primeras piedras del muro. Cuando el aula se gobierna con miedo, la disciplina deja de ser crecimiento y se convierte en obediencia ciega. Y eso, lejos de formar a alguien, lo reduce.
Un aula saludable es lo contrario: reglas claras construidas con los estudiantes, valorando el esfuerzo, la energía invertida y las pequeñas mejoras. No se trata de notas perfectas, sino de consecuencias que refuercen el aprendizaje, la cooperación y la autoestima.
Porque cuando un estudiante se siente seguro, aprende; cuando se siente observado como sospechoso, sobrevive.
Disciplina no es humillar
Para diferenciar disciplina de castigo disfrazado, basta esta prueba simple:
Si la conducta del docente está al servicio del aprendizaje del estudiante, es disciplina.
Si está al servicio de la comodidad emocional del docente, es castigo.
Pedir silencio para poder enseñar es disciplina.
Ridiculizar a quien se equivoca es castigo.
Dar retroalimentación rescatando lo positivo es disciplina.
Gritar “¡cómo no vas a saber eso!” es castigo.
El problema es que muchos docentes heredaron una idea autoritaria de disciplina que jamás cuestionaron. Se volvieron “autoridad” por decreto, no por influencia.
Y cuando la autoridad se entiende como poder, aparece el abuso. Ser educador es ser sinónimo de liderazgo, valores, confianza y motivación para crecer como seres humanos, y si eso forma parte de una nueva concepción de autoridad: excelente.
Una sola humillación basta para cambiar una vida
No hace falta que el maltrato sea constante. Una sola escena lo suficientemente fuerte puede marcar un antes y un después. Un grito, una burla pública, un comentario hiriente repetido por los compañeros. Todo se instala. Todo queda registrado.
Y desde ese día, el estudiante aprende algo terrible:
“Hablar es peligroso.”
“El error es una amenaza.”
“La autoridad es impredecible.”
Cada estímulo asociado a esa experiencia como la risa al fondo, el tono elevado, la mirada indiferente, el profesor revisando su celular mientras expones, se vuelve un estímulo que activa ansiedad, evitación o silencio.
Eso sí: casi nadie lo reconoce en voz alta porque es “políticamente incorrecto”. Pero quienes conocemos análisis de conducta sabemos que las contingencias no perdonan. Modelan. Siempre modelan.
Cuando callar se vuelve la estrategia de supervivencia
Si hablar una vez te costó humillación, tu organismo aprende rápido qué evitar.
Callar se vuelve seguro.
No proponer ideas se vuelve seguro.
No levantar la mano se vuelve seguro.
Y poco a poco, la persona entierra partes de sí misma que jamás debió perder.
Ese patrón no desaparece al terminar el colegio. Se llevó a casa, a la universidad, al trabajo, a la vida social, incluso a las relaciones amorosas. Se vuelve una forma de existir.
La violencia docente transforma la relación con el error
Cuando la violencia se normaliza, el estudiante deja de ver el error como parte del proceso. Empieza a verlo como culpa personal. Y ahí está el gran problema: al estudiante se le responsabiliza del aprendizaje como si el sistema educativo no existiera. El daño se perpetúa no porque el estudiante “no pueda”, sino porque fue adiestrado para temer.
Y si temes equivocarte, jamás aprendes realmente.
El futuro también se ve afectado
Las prácticas humillantes no solo arruinan la relación del estudiante con el presente; infectan su visión del futuro.
Desconfiará de nuevos docentes.
Desconfiará de jefes.
Desconfiará de cualquier figura de "autoridad".
Al final, la persona no evita “cursos difíciles”. Evita contextos donde sienta que podría ser juzgada otra vez. Incluso carreras enteras se abandonan por esto. Y sí: la bola de nieve no se detiene sola.
Obedecer por miedo no enseña nada
Quien obedece por miedo, no aprende.
Y quien dirige desde el miedo, no educa.
La convivencia humana, ojo, la real, la del siglo XXI, funciona porque cooperamos, no porque tememos. Si un docente necesita que los estudiantes “se cuadren”, dejó de ser educador y se convirtió en alguien que reproduce el peor lado de la historia.
Generar comprensión es más difícil que generar obediencia… pero también es lo único que deja huella real.
El legado del maltrato docente
¿Qué queda después de años (o un solo episodio intenso) de humillación?
Un repertorio conductual lleno de ansiedad.
Una relación rota con la autoridad.
Un miedo profundo al error.
Una tendencia permanente a evitar todo aquello que podría exponernos.
Y aunque no guste escucharlo, B. F. Skinner ya advertía desde los años 70 que el castigo no produce aprendizaje: produce efectos colaterales, casi todos aversivos, y ninguno deseable en un aula. Que siempre es necesario enseñarles el modo correcto de hacer lo que uno espera, evitando esperanzarse en que el estudiante lo aprenda espontáneamente.
El problema no es que nos falte evidencia; el problema es que durante décadas se normalizó lo anormal, siendo una lucha sociocultural enorme para realmente observar cambios a gran escala en los seres humanos a través del sistema educativo que tenemos en la actualidad.
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