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La nueva infidelidad emocional: confiarle tus problemas a una IA
No es novedad que las IA sean el santo grial al que recurrimos cuando necesitamos atención inmediata. No obstante, ¿Será una práctica que refuerza la insania realmente? ¿Por qué lo terminamos haciendo compulsivamente? ¿Dónde está el límite? ¿Y si es lo mejor que podemos hacer?
CULTURA, MENTE Y PSEUDOCIENCIA
Ruben Urquiza
10/21/20257 min leer


La nueva infidelidad emocional: confiarle tus problemas a una IA
En estos últimos años he visto cómo cada vez más personas eligen hablar con una inteligencia artificial sobre temas personales, de pareja o emocionales. Y no, no lo veo como algo extraño ni mucho menos condenable. Es perfectamente entendible.
Cuando el entorno no escucha, cuando la familia no está disponible, los amigos están distraídos o la pareja parece ausente, es lógico que las personas busquen refugio en algo que sí las “escuche”. Y lo más curioso es que ese algo no es un alguien, sino un programa. Un asistente que responde rápido, no juzga y que, al menos en apariencia, parece entender.
Esa es precisamente la trampa. Porque lo que refuerza esa conducta no es el entendimiento, sino la sensación de ser comprendido. Desde el análisis conductual sabemos que las personas no se mueven por ideas abstractas, sino por consecuencias tangibles. Y aquí, la consecuencia inmediata es clara: sentir alivio.
Contar lo que duele, recibir una respuesta amable, sentir que alguien o algo te da la razón o te ofrece consuelo, se convierte en un reforzador social artificial. No hay conflicto, no hay contradicción, no hay riesgo. Solo gratificación inmediata.
Por eso, hablar con una IA no es muy distinto de otras conductas de evitación que vemos en consulta. Es una forma elegante de escapar del malestar momentáneo. A corto plazo, claro, se siente bien. Pero a mediano y largo plazo, ese mismo hábito puede convertirse en un patrón de evitación reforzado negativamente: cada vez que evitas enfrentarte a la incomodidad de hablar con tu pareja o tu terapeuta, obtienes alivio inmediato… y así, sin darte cuenta, fortaleces el bucle que te mantiene atrapado.
Lo peligroso es que este patrón se disfraza de autocuidado digital. Las personas creen que están “procesando” sus emociones, cuando en realidad solo están reforzando su propia inacción. Y lo irónico es que cuanto más alivio temporal experimentan, más se alejan del contacto real con las consecuencias. Es como si la vida se volviera un chat interminable, lleno de comprensión programada pero vacío de aprendizaje genuino.
Las inteligencias artificiales no conocen nuestra historia, ni el contexto de nuestras conductas, ni el objetivo implícito de nuestros actos. No pueden distinguir entre lo que decimos para entendernos y lo que decimos para calmarnos. Y, sin embargo, cada respuesta amable, cada frase empática, cada “entiendo cómo te sientes” genera un pequeño refuerzo positivo que mantiene viva la conducta.
En el fondo, lo que ocurre aquí no es que las personas hayan encontrado un nuevo tipo de vínculo; lo que han encontrado es un nuevo tipo de alivio inmediato. Y ese alivio como todo reforzador potente, se vuelve adictivo.
Lo llamo la nueva infidelidad emocional no porque haya engaño sexual o afectivo, sino porque hay un desplazamiento del contacto genuino: la persona ya no busca el entendimiento con su pareja o con su terapeuta, sino con una máquina que no puede devolverle la mirada, pero sí puede reforzar su discurso. Y cuando una relación se construye solo a partir del refuerzo verbal y no de la exposición a experiencias reales derivadas de nuestras decisiones, lo que se genera no es conexión, sino la ilusión de bienestar.
Por eso, más que un fenómeno tecnológico, esto es un fenómeno conductual.
El ser humano ha encontrado una manera nueva y muy eficaz de evitar la incomodidad de verse a sí mismo reflejado en otro. Y eso, aunque parezca inofensivo, es el principio de una desconexión que se extiende más allá de la pantalla.
Si algo caracteriza a este fenómeno, es la inmediatez.
Vivimos en una época en la que esperar se ha vuelto casi intolerable. Todo desde un mensaje hasta una respuesta emocional tiene que llegar ya. Y la inteligencia artificial encaja perfectamente en esa necesidad de gratificación instantánea.
Es amable, rápida, disponible 24 horas y no pide nada a cambio. No contradice, no se molesta, no te exige coherencia ni compromiso. En el fondo, cumple todas las condiciones que un organismo como una persona necesita para mantener una conducta: refuerzo inmediato y ausencia de castigo.
Pero ese mismo equilibrio perfecto es lo que lo vuelve peligroso.
Porque el aprendizaje real no ocurre cuando las cosas salen bien, sino cuando algo nos frustra lo suficiente como para hacernos mirar distinto. Si eliminamos toda fricción, eliminamos también la posibilidad de aprender.
Así, muchas personas terminan desarrollando una baja tolerancia emocional: se acostumbran a respuestas rápidas, validación constante, comprensión sin esfuerzo. Y cuando la realidad no se comporta así, cuando la pareja no responde, el trabajo no fluye, o el mundo no se adapta, aparece el sufrimiento.
No porque la vida sea cruel, sino porque el organismo se ha adaptado a no esperar, a no esforzarse por contactar con las consecuencias naturales.
En consulta, lo veo con frecuencia: personas que buscan alivio, pero no aprendizaje. Que desean entenderse, pero sin pasar por la incomodidad del cambio. Y claro, lo digital refuerza justo eso: un entorno donde el malestar se “resuelve” sin tener que exponerse a la vulnerabilidad del contacto real.
Muchos consultantes incluso pagan versiones premium de estas plataformas. No lo hacen por capricho, sino por necesidad. Se aferran al recurso más accesible y menos doloroso, el que está literalmente a un clic de distancia. Y, en parte, es comprensible: todos queremos reducir el sufrimiento. Pero aquí lo importante no es lo que hacemos, sino al servicio de qué lo hacemos.
Si hablamos con una IA para evitar el juicio o el rechazo, lo que estamos reforzando es una conducta de evitación de experiencias reales. Cada vez que buscamos alivio en lugar de contacto, fortalecemos la idea de que no podemos lidiar con lo que sentimos. Y esa idea repetida en miles de microinteracciones diarias va moldeando una forma de vida donde la fragilidad se confunde con sensibilidad y el confort con crecimiento.
Lo que preocupa no es que la gente use IA, sino que lo haga sin conciencia de sus consecuencias.
Porque si algo sabemos desde el análisis funcional, es que toda conducta tiene un objetivo implícito, incluso las más inofensivas. Y como lo había señalado antes, el objetivo suele ser claro: aliviar el malestar sin modificar el contexto real de la persona.
El costo, por supuesto, es el estancamiento.
En un plano más social, esto empieza a modelar una tendencia peligrosa: la búsqueda de compañía sin fricción. Queremos vínculos que no contradigan, que no frustren, que no nos muestren lo que no queremos ver. Nos hemos acostumbrado a relacionarnos con entornos que validan todo, donde “tener razón” es más importante que aprender algo nuevo.
Y cuando una sociedad entera se educa bajo ese tipo de reforzamiento, el resultado es una generación que sabe mucho de sí misma, pero que no tolera la incomodidad de ser puesta en duda.
La inteligencia artificial no tiene la culpa; sólo refleja nuestras propias contingencias culturales.
Nos devuelve lo que hemos construido: una forma de conexión donde el contacto ha sido reemplazado por la conversación, y la comprensión por el algoritmo. Y, si no intervenimos a tiempo, esa comodidad puede convertirse en el más dulce de los venenos: nos hace sentir comprendidos, mientras lentamente nos desconecta del mundo que aún puede ayudarnos a cambiar.
Llegados a este punto, conviene decirlo sin rodeos: la inteligencia artificial no es el enemigo. El problema no está en usarla, sino en para qué la usamos. Porque una cosa es consultar, investigar, reflexionar; y otra muy distinta es delegar la propia experiencia emocional a una máquina.
Hablar con una IA puede sentirse seguro. No juzga, no reacciona, no se cansa. Pero esa neutralidad también tiene un precio: elimina la posibilidad de verse reflejado en un mundo real. Y en la práctica, eso impide el aprendizaje.
Un terapeuta humano no está para darte siempre la razón, sino para mostrarte la función de tu comportamiento. Para ayudarte a observar aquello que el alivio inmediato no te deja ver.
Por eso suelo decir en consulta que hay dos caminos: El camino largo y el camino corto.
El largo es el de la autoayuda interminable, el de los chats a medianoche con una IA, el de las frases que suenan bien pero que no cambian nada. Es el camino del alivio momentáneo que, a la larga, se vuelve una prisión invisible.
El corto, en cambio, es el del entrenamiento psicológico: un proceso que exige compromiso, exposición, vulnerabilidad… pero que enseña.
Porque quien realmente desea resultados distintos debe aprender a hacer las cosas de manera distinta.
Esa es, en esencia, la diferencia entre el lenguaje artificial y el contacto humano. El primero solo responde; el segundo transforma. Y por más avances tecnológicos que tengamos, ninguna máquina puede reemplazar lo que ocurre cuando una persona se sienta frente a otra, se siente escuchada de verdad y empieza a actuar diferente.
Así que, si últimamente te descubres buscando alivio en conversaciones con una IA, no te castigues. Es natural buscar comprensión. Pero tal vez… solo tal vez estás tomando el camino largo. Y todo lo que necesitas es permitirte dar un paso distinto.
Buscar acompañamiento no es rendirse, es una forma de acelerar el aprendizaje, de entender los bucles que repites y recuperar el control sobre aquello que creías perdido.
Porque al final, la vida no se resuelve escribiendo mejores mensajes, sino haciendo mejores elecciones.
Y para eso, nada sustituye la mirada viva de otro ser humano.
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